Para los ojos infantiles, no obstante, las tiendecitas de entonces tenían un encanto especial. Íbamos a la tienda de ultramarinos a comprar aceite a granel. Llenaban las botellas sacando el aceite de un depósito con una palanca.
Más adelante, la economía nos fue permitiendo a todos darnos pequeños caprichos y ceder a la tentación de la publicidad: Cola-Cao para desayunar y merendar, como decía la canción de aquel «negrito del África tropical», galletas Chiquilín, chocolates Matías López, Elgorriaga… y el chocolate Zahor, que tenía un toque de arena de playa, pero sabía muy bien.
La publicidad recurría muchas veces a canciones pegadizas o a diálogos vehementes que invitaban a los oyentes a animarse a gastar: «¡Qué elegante vas, Pilar, pareces una modelo! –Me visto en San Ildefonso, por muy poquito dinero». O aquella frase que repetíamos: «Si no lo veo no lo creo, ¡pero qué barato vende Almacenes San Mateo!».
Y luego estaban los grandes almacenes, que nos obnubilaban: Galerías Preciados, El Corte Inglés… Locales que parecían lujosos, con escaleras mecánicas y lo último en todo.
¡La economía española estaba pisando el acelerador!
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