Muchas de las tiendas que solíamos ir a comprar tenían un olor que las hacía inconfundibles.
Son parte fundamental de nuestra existencia, a ellas les debemos nuestro bienestar.
Muchas de las pequeñas tiendas a las que solíamos ir a comprar tenían un olor particular que las hacía inconfundibles. De hecho, si entonces nos hubieran llevado a alguna de ellas con los ojos vendados enseguida habríamos sabido cuál era. Las de ultramarinos, por ejemplo, destilaban un profundo aroma mezcla de especias, legumbres, arenques, fiambres y otros productos varios, mientras que las lecherías transmitían una frescura difícilmente describible, a veces incluso a leche recién ordeñada. De las panadería resulta obvio recordar ese olor a pan y bollería aún calientes que permanecía intacto durante todo el día. Y hasta pequeños locales, como el del zapatero, que olía a pegamento y cuero, o el de la carbonería, a carbón y leña, desprendían aromas que era imposible encontrar en cualquier otro sitio.
De todas esas tiendas, sin embargo, las que nada más entrar te impregnaban de un olor más intenso y extraño, por decirlo de alguna manera, eran las droguerías, lo cual tampoco era sorprendente, habida cuenta de todos los productos que se vendían en ellas, muchos de ellos a granel, como era también habitual en otros comercios. Hagamos, pues, memoria de algunos de ellos: lejía, aguarrás, alcohol de cocina, tintes para la ropa, glicerina, parafina, colas y pegamentos, betunes y ceras para la limpieza de zapatos, jabones, detergentes y otros para la limpieza general, Zotal y demás desinfectantes, insecticidas, antiparasitarios, lijas, pinturas, brochas y pinceles, sosa, cal, Pedramol, goma arábiga, barnices, esmaltes, aceites de linaza o secantes, productos para pulir cobres y metales..., y un sinfín más de ellos, de los que es posible que más de uno se acuerde, que completaban un catálogo de lo más variopinto, al tiempo que útil y práctico.
No era de extrañar, por pura lógica, que las droguerías tuvieran aquel olor peculiar, del que era difícil desprenderse incluso un rato después de salir de la tienda. Y todavía se hacía más contagioso cuando a esa «selecta» oferta de productos básicos se añadían los de «perfumería», lo cual no sucedía en todos los casos, aunque sí era una antigua tradición que algunos comercios mantenían vigente. En tales casos, resulta difícil explicar cuál era el resultado de aquella explosiva mezcla de aromas que provocaba, por ejemplo, la combinación de aguarrás, legía y alcohol con la de perfumes, colonias y demás productos cosméticos, pero que a buen seguro algunos todavía conservan intacta en algún rincón de su tabique nasal.
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