E
n nuestras casas de campo era común durante todo el año la cría de gallinas y conejos, en principio para el consumo propio y como ayuda para la economía familiar. También se criaba alguna cabra u oveja para el aprovechamiento de la leche y de la lana respectivamente. Pero el pavo era criado en especial para la Navidad. Compartía corral y comida con las gallinas. Su pienso era, en la mayoría de los casos, un amasijo de salvado (cáscara de trigo molido) y harina de cebada, alternado con maíz en grano sumamente nutritivo. Gozaba de una libertad que no disfrutaban las gallinas, pues era sacado a pacer por el campo, ocupación desempeñada por los pequeños de la casa. Una manada de pavos podía constar desde cinco o seis hasta una treintena de ejemplares y su pasto en el campo era variado: semillas de plantas silvestres o de sembrados, algún que otro gusano o lombriz, pequeños caracoles...; todo lo aprovechaba como alimentación complementaria. La imagen del niño o niña conduciendo su hato guiándolo con una caña era común en nuestros campos. Los menores eran aleccionados sobre el mejor modo de hacerlo en los terrenos más convenientes.
Los pavos eran criados por la comunidad familiar y en vísperas de Navidad el ejemplar más grande y rollizo era reservado para la casa. El resto era vendido al recovero o intermediario, o bien se cumplía con los encargos hechos a conocidos. En algunos casos, si se disponía de cantidad suficiente, se ponía un puesto de venta en el mercado de los sábados. Esta era la ocasión en la que la gente de la ciudad compraba el suyo, mejor o menos bueno según sus posibilidades. El 24 de Diciembre el pavo cumplía el rito al que estaba destinado desde su nacimiento y durante toda su crianza. Era sacrificado para gozo y deleite de toda la familia y su carne era el bocado predilecto de todos en el menú navideño. La papada y la pechuga asadas a la brasa en Nochebuena y el cocido con «teronxetes» del día de Navidad eran platos obligados y disfrutados en este tiempo, acompañados de los también clásicos dulces y turrones con alguna copita de vino moscatel. Decían que las clases pudientes lo comían asado al horno, relleno de gollerías y rebozado de mantequilla. Pero para todos, pobres y ricos, constituía una comida pantagruélica que era recordada todo el año.
Pero la pieza si no más sabrosa, sí la más codiciada del pavo era la «bufa», nombre por el que conocíamos el buche del ave. No conozco suficiente anatomía para decir si esta pieza es un ensanchamiento del esófago o del estómago, pero es el depósito donde el pavo almacena los alimentos antes de pasar a la molleja trituradora e intestinos. Convenientemente limpia se podía hinchar soplando y quedaba un globo, que era un juguete que los pequeños de la casa estaban esperando desde que había nacido el pavo. El colmo de la felicidad era tener la «bufa» más grande que el resto de los amigos de pandilla. Aunque más dura que un globo normal, no lo era lo suficiente como para jugar al fútbol con ella y su disfrute se limitaba a practicar una especie de balonvolea sin red. Pero nada igualaba la dicha de tener la «bufa» más grande del vecindario. Su duración era breve. Por mucho que se la cuidara no pasaba de los tres o cuatro días a lo sumo y, como dice el dicho del labrador de secano, «estabas medio año recordando la bufa que habías tenido y otro medio esperando la próxima» (1).
Hoy en día no se ven manadas de pavos en nuestro campo. Estos se «fabrican» masivamente en granjas industrializadas, se venden congelados en los mercados y grandes superficies y nadie se entera de si tienen «bufa» o no.
(1) Labrador de secano: Era el hombre que se pasaba medio año rogando «si lloviera» y la otra mitad lamentándose «si hubiera llovido».
REDACTADO Por Juan Galiano Sánchez
Elchediario.com | 21 de diciembre de 2014
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