Este era Esteban Pérez Salgado, pero sólo respondía a su nombre artístico, que tomara prestado un día al célebre tenor napolitano.
Durante el servicio militar, en un sarao junto a sus compañeros celebrando la festividad del Cuerpo de Ingenieros, se decidió por subirse al escenario.
A pesar de no tener una gran voz le compararon, irónicamente, con el tenor napolitano Enrico Caruso.
Desde entonces ya se quedó con ese apodo. En sus ratos libres, solía cantar por las calles de Alicante. Su canción favorita era "Granada", así como otras obras folklóricas.
Con el paso del tiempo se convirtió en uno de los personajes alicantinos más reconocibles por los vecinos de la ciudad. Muchos alicantinos solían pedirle por la calle que se animara a cantar y le daban propinas por ello. También destacaba por su particular forma de vestir, siempre con pajarita, a veces con chaleco y también llevaba medallas, pegatinas y cromos del Hércules, la Santa Faz, las Hogueras y lugares de Alicante.
Falleció a la edad de 63 años, merced de un cáncer. Su esposa le había dejado ya pocos años antes. El, se llamaba Esteban Pérez Salgado, pero sólo respondía a su nombre artístico, que tomara prestado un día al célebre tenor napolitano. No era político, ni empresario, ni médico ni jurista. No era figura del deporte o la farándula. Su nombre jamás aparecerá impreso en Las crónicas sociales o en las enciclopedias eruditas. Y sin embargo, "Caruso" formaba parte del alma de nuestra amada Alicante. Y aún hoy, cuando el paso de los años ha amarilleado su recuerdo, su nombre nos evoca simpáticas imágenes y nostálgico cariño.
Esteban, nuestro querido Caruso, forma parte de ese trozo de la infrahistoria cuyas líneas torcidas son escritas por la vida y obra de personas humildes, anónimas, singulares, esas gentes comunes que se saben ganar un pedazo de nuestro corazón a base de forjarse el respeto y el cariño de sus semejantes, que de esta forma rubrican su paso eterno al imaginario que compone la quintaesencia de una ciudad, una generación, una sociedad, con tanto o más mérito que los artífices de las mayores gestas y logros.
Caruso solía deambular errante por las calles de Alicante con aires despreocupados, luciendo siempre sus ropajes de gala – “pasando de la camisa de manga corta al chaleco de cuadros escoceses, de los anchos tirantes como la banda de “Bellea del Foc” a la pajarita roja de payaso de circo” como la describiera el insigne Adrián López -, rematados con un pañuelo que alguna vez aspiró a ser blanco, su sombrero cortés y su eterno guardapolvos negro del que colgaban docenas de medallones, flaneras y otros cachivaches, a los que era tan aficionado, regalados por vecinos, bromistas y bienintencionados.
Poco importaba que fueran medallas de la Santa Faz, premios escolares, chapas conmemorativas del Hércules, o galardones artísticos infantiles. Para Caruso suponían una muestra del reconocimiento popular y las lucía con orgullo y solera como el gran divo que era. Su pequeño rostro, surcado por mil arrugas y ajado por los años y el sol, raramente transmitía emociones, que para ello ya se bastaba con el intenso brillo de sus ojos melancólicos, embriagados de mar, palmeras y sol. Por ellos corría un velo de inocencia arrebatadora, esa especie de remanso de paz que tienen los que algunos llaman tontos pero que a veces te hacen sospechar quien es más tonto que quién. Era aquella la mirada de un niño que había quedado atrapado en la Navidad que le viera nacer en las calles del barrio de Carolinas allá por 1930 para nunca más crecer mentalmente.
“¡Caruso, canta Granada“! Le decían socarronamente algunos bromistas apostados en las terrazas de La Explanada. Y allí que se acercaba el bueno de Caruso, el xiquet de las Carolinas, con andares resueltos de gran figura. Saludaba con su sombrero con amable cortesía, carraspeaba teatralmente, estiraba sus ropajes y se erguía muy digno, tomando resuello para encandilar a su público con la mejor voluntad del mundo, a falta de arte que echarse al coleto.
Y en aquel punto, la tarde se rompía con su voz quebrada, cazallera y pretenciosa: ¡Grrrrraaaannnnaaaaaddddaaaa!!! bramaba broncamente, para susto y sorpresa de los foráneos y la hilaridad y el cariño de su audiencia local. Las risas ocupaban el lugar de las peticiones de bises. Los chistes sustituían a los vítores. No habían pañuelos en los palcos, no había saludos de la orquesta, no había bajada de telón.
Pero eso a Esteban le importaba tres pimientos. En su imaginación desbordada, era como si la propia Scala de Milán se hubiera puesto en pie para brindarle la más sentida ovación al genio que tanto admiraban. Perpetrada la pantomima, saludaba con porte pinturero al respetable, hacía una genuflexión y esperaba aplausos y propinas. Y como no las hubiera, amenazaba con atacar alguna otra pieza del Bel Canto, motivo más que suficiente para que cayeran algunos durillos al zurrón con los que poder ir tirando.
Caruso era puro corazón. Bonachón, bienintencionado, manso y afable como pocos, incapaz de hacerle daño a una hormiga. Vivía y dejaba vivir, mientras le permitieran seguir instalado en su paradisíaco oasis de fantasía y ensoñamiento. En su sonrisa desdentada y su gesto ausente se vislumbraba que aquel era un ser feliz, inmensamente feliz, mientras pudiera seguir sumergido en su mentira, ajeno a la cruel realidad que le rodeaba.
Pues de aquella figura tal como un Don Quijote alicantino, aún resuenan sus acordes por las calles del casco viejo en los oídos de los que lo conocimos.
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